¡Corre, Corre!, se escuchaba al fondo, era un poco borrascoso el paisaje, sombras y humo a los costados, ¡Imposible pasar por ahí!, le dijo su compañero, un tirón de la camisa y cayó al piso, volvió la vista y ahí estaban de nuevo, ¡Corre, Corre!, con ecos y susurros, ¿Cómo es que nos siguen?, si yo apenas puedo verlos, faltaba el aire, el ambiente se enrarecía con tanto humo, ¡No puedo correr más!, y cayó al piso, y ahí estaban de nuevo, susurrantes pero sin rostro, solo la punta de sus orejas era visible, veía sus manos empuñando espadas, filosas espadas listas para cortarlo en pedazos, ¿Y mi amigo?, miraba para todos lados y no podía ver a su compañero, ¿Dónde estás?, quienquiera que fuera, necesitaba verlo, escuchar sus voces de aliento y de repente su cara apareció frente a él, ensangrentado y con expresión de profundo terror, los mechones rubios de su pelo goteaban sangre, espesa y roja como el color de su camisa. Gritó desesperado. ¡No puedo encontrar la salida!, ¿dónde está, dónde está?, y de nuevo la cara de su compañero, con la expresión macabra y estirada, miró a su costado y vio el brazo de uno de sus perseguidores sosteniendo la cabeza de su compañero por la parte trasera del cuero cabelludo, el pelo rubio se enredaba en los grises dedos del asesino, ¡Maldito, maldito perro!, gritaba descontrolado. ¿Quién diablos eres? Alcanzó a decir cuando vio la espada acercarse certera a su cuello.
Sudor frío bajaba por su frente, las gotas se deslizaban por su cara y caían sobre las delicadas almohadas, la respiración agitada y los puños cerrados, gritó y su amante lo estremeció para que despertara, ¡Es una pesadilla, cálmate!, se bajó de prisa, sacó la espada que estaba bajo la cama, como poseído buscaba a un enemigo invisible, lanzando espadinzazos al aire, la mujer lo observaba desde la cama, gritándole que se calmara y que no había nadie más que ellos en la recámara mientras levantaba las sábanas cada vez que la espada se acercaba a ella, como pudo escapó de la habitación y se dirigió al recinto de los guardias, ¡Muévanse que el Duque está como loco!. De prisa los guardias tomaron sus espadas y una pesada red de cadenas. Dirigiéndose hacia el aposento ducal empuñando sus armas, de una patada abrieron las puertas, mientras el Duque permanecía blandiendo su espada contra algo o alguien cerca de la ventana, ¡Cálmese señor, no hay nadie!, exclamaba en tono conciliador el capitán de la guardia, ¡Maldito seas asesino, mataste a mi amigo!, le contestó el Duque mientras corría hacia él con la espada en alto, apenas logró esquivar el golpe del arma y se puso a salvo, la red le cayó encima al Duque, quien del golpe inflingido por los eslabones de hierro de las cadenas cayó sin sentido al piso. ¿Lo han matado?, No señora, está desmayado nada más, dijo el capitán mientras se acercaba al pecho para sentirle los latidos del corazón.
Con la cruz empuñada en su mano derecha apareció obispo, bendijo a los presentes y se acercó a la cama del Duque para espantarle los demonios, ¡Salgan de aquí!, les dijo a los curiosos, mientras sacaba de su sotana un libro y varios utensilios. Quince minutos más tarde salió de la recámara con la misma ceremonia con la que entró. Engreído en su fama, el obispo era más parecido a un mago de feria que a un prelado de Su Santidad, pero nadie lo cuestionaba, se le acercó a la amante del Duque, y después de proclamarla adúltera y pecadora, exclamó que era la portadora de la estirpe de demonios que habían atacado al Duque en sus sueños, ¡Deben deshacerse de ella!, gritaba mientras la sostenía de los brazos, de un empujón la entregó a la enardecida multitud que se agolpaba a las puertas de la casa ducal, la mujer clamaba por su inocencia y por su vida, sus dos hijos la miraban desde el costado de la calle sin poder hacer nada. De la muchedumbre aparecieron lazos y leños, la ataron a un poste en la plaza y le prendieron fuego.
La noche fue larga y los gritos de la mujer se apagaron tan solo unos momentos antes de despuntar el alba, la agonía fue cruel y lenta. Los hijos de la mujer lloraron hasta que sus ojos no pudieron más, se les secaron las lágrimas para siempre.
El Duque despertó después de mediodía preguntando por su amante, nadie le dio razones de ella. El obispo llegó a verlo unas horas después, el Duque le besó el anillo de amatista y le invitó una copa, ¿Cómo se siente?, Muy bien gracias a Dios ¿Debería acaso sentirme mal, Su Excelencia Reverendísima?, No para nada, es simple curiosidad, contestó el prelado. Los asuntos de la región no andaban nada bien, los excesos del Duque y sus consejeros tenían molesto al Rey y les daban motivos a sus enemigos. Debe deshacerse de la mala hierba, le aconsejó el obispo, Aquí no hay mala hierba, se lo aseguro Su Excelencia. La noche cayó de prisa, el Duque sentía una sensación de haberse perdido en algún lugar, aletargado se encaminó a su cuarto pero cayó dormido unos cuantos pasos antes de llegar a la puerta. Pies sigilosos se le acercaron y lo levantaron en vilo, bajaron las interminables escaleras hasta llegar al sótano, hablaban bajo y sin mirarse directamente. Lo arrojaron sobre un montón de paja y basuras, subieron de nuevo y cerraron la puerta.
Arrodillado frente a una imagen de la Virgen Santísima, el obispo rezaba sus oraciones, sin sotana y en ropa de dormir, dos personas se le acercaron y con un trapo le taparon la boca, quiso soltarse pero no pudo, el crucifijo se le deslizó y cayó sobre la almohada del reclinatorio enredándose con el rosario. Lo ataron con un grueso lazo y lo cubrieron con un saco. Se deslizaron entre las sombras, mientras chorros de vapor salían de los sótanos de las casas vecinas. Nadie los escuchó.
Abrieron la reja y tiraron el cuerpo cerca de la paca de paja donde yacía el Duque, con los ojos saltados el obispo trataba de divisar a sus captores. La luz del día siguiente llegó tarde, era invierno y una densa niebla cubría la villa, gotas de agua se filtraban por las paredes de la casa ducal. El Duque se despertó y todavía medio dormido quiso incorporarse, tropezó con algo y cayó de nuevo al piso, se incorporó buscando la salida cuando unos quejidos llamaron su atención, ¡Señor obispo!, ¿Qué le han hecho?, desató las sogas y le quitó la mordaza, el religioso estaba exhausto no había dormido en toda la noche, ¡Busquemos la salida hijo, por el amor de Dios!, subieron las escaleras, la reja del sótano estaba cubierta con madera, la luz apenas entraba. Sellaron la salida Su Excelencia, es imposible salir por aquí. El obispo lo aparto de un tirón y empezó a pedir ayuda a gritos. Nadie respondía. Es imposible que nadie escuche, cerca de aquí está la guardia ¿no es así?, Deberían escucharnos Su Excelencia, pero no me explico porque no acuden en nuestra ayuda. Un crujido en el sótano llamó su atención, ¿Quién es?, el silencio les ahogó la voz, escuchaban susurros, ¿Quién anda ahí?, clamó el obispo, mientras un halo de luz daba con la cara del Duque, sus ojos azules quedaron inmóviles, como indicándole que viera hacia el costado, de entre las penumbras se miraba el brillo de una espada, ¡Corra señor obispo!, a toda prisa bajaron las escaleras, el Duque tomó la espada que colgaba de la pared, recordó que había una salida del sótano que daba a la calle, ¡Busque la luz, señor obispo!, la salida no estaba lejos, la empujaron con fuerza y salieron a la calle, una intensa niebla no dejaba ver nada, Quédese junto a mi Su Excelencia. Créeme hijo que no pienso separarme de tu camino. Le dijo el asustado Obispo. Los susurros de nuevo, por la derecha, las sombras se aproximaban, la luz era poca y la niebla demasiado densa, ¡Corra!, no puedo hijo no puedo, mientras el obispo caía en un charco hediondo. Lo levantó de un brazo y lo llevó casi a rastras por dos manzanas, ¿Dónde estamos?, ¡No lo sé!, debemos salir de aquí. Los pasos se les acercaban, el obispo cayó de nuevo, quejándose mientras se sostenía una pierna. Me he fracturado hijo, sigue solo. No puedo, usted está conmigo en esto, Dios no me perdonaría si lo dejo aquí para que lo maten, ¡vamos, levántese!, Caminaron un poco más, al doblar una esquina encontraron una carreta, el Duque soltó el caballo y subió al obispo, él montó el caballo mientras el obispo cabalgaba al anca, no miraba nada pero el caballo parecía conocer el camino, el animal se paró en dos patas frente a una maciza puerta reforzada, el Duque trató de controlarlo pero no pudo, soltó las riendas y el caballo arremetió contra la puerta, el lugar estaba solo, el caballo se calmó y entró despacio, de pronto un tropel se escuchó en dirección contraria, dos caballos se acercaban, el animal reaccionó enfurecido y se dirigió hacia la salida sin que el Duque pudiera hacer algo, al dar la vuelta el obispo soltó al Duque y cayó en el piso de madera, los caballos pasaron junto a él persiguiendo al Duque, el obispo observó petrificado la escena, los jinetes blandían relucientes espadas, vestidos con capas grises, no pudo ver sus rostros, el día comenzaba pero la niebla seguía espesa.
De pronto el obispo sintió calor, volteó la vista y vio fuego, el dolor en la pierna era insoportable, estaba cansado, sediento y adolorido, quiso caminar hacia la salida, pero su pierna izquierda se atoró en una grieta en la madera, el fuego avanzaba hacia él. Los caballos regresaban, el tropel se oía cerca, el Duque emergió de la niebla, detuvo el caballo y se bajó, liberó al obispo y lo subió al caballo, ¡Corra por su vida, vaya a la iglesia!, Por donde hijo si no veo nada, ¡No hay tiempo, deje que el caballo lo guíe, pero corra!, como pudo el obispo azuzó el caballo y este corrió en dirección opuesta a donde había llegado.
El Duque seguía con la espada en la mano, los susurros se escucharon de nuevo, vio dos sombras acercándose, ¿Quiénes son ustedes y que quieren?, preguntó, se quedó sin respuesta, mientras retrocedía, la niebla se despejaba y sus ojos pudieron ver la oreja izquierda de uno de sus perseguidores, la capa no dejaba ver más, movía la espada de un lado hacia otro en forma amenazante pero las sombras parecían conocerlo mejor, avanzaban sin miedo, el filo de las espadas se vislumbraba con la luz de sol que lograba penetrar el muro de niebla que había vuelto a cubrir el callejón. De pronto no había sombras enfrente, solo se escuchaban los susurros y los pasos que parecían venir de todos lados, ¡Duque!, se escuchó a la distancia, una voz joven, el Duque volvió la vista en dirección al grito y su cabeza rodó por el suelo manchándose con el fango de la callejuela.
El obispo logró dar con la iglesia, las torres ya sobresalían de la niebla mientras el día avanzaba, ¿Dónde estará el Duque?, pensaba mientras avanzaba todavía montando hacia las puertas de la iglesia, de pronto el tropel de caballos se volvió a escuchar, golpeó la panza del caballo para que se diera prisa, descubrió que la puerta estaba cerrada y que no había nadie quien escuchara, no podía bajarse del caballo, ¡Duque, Duque! exclamaba mientras los caballos se le acercaban cada vez más, las sombras se perfilaban sobre la niebla, ¿De donde vienen, ¡engendros!?, las espadas se iluminaron y la cabeza de Duque apareció junto a uno de ellos quien la sostenía del rubio pelo, se la arrojó al obispo quien no pudo hacer más que gritar mientras los dos jinetes se acercaban apuntándole con sus espadas. De un filazo la cabeza del obispo se desprendió del cuello mientras que la otra espada lo cortaba en dos por el abdomen. Una antorcha apareció e iluminó la escena, el caballo todavía sostenía la ingle y las piernas del obispo en ropa de dormir y a dos yardas de él, la cabeza del Duque y la del obispo, nadie encontró el torso del prelado ni el cuerpo del Duque. La casa ducal ardía y hasta que se redujo a cenizas se pudo encontrar a dos jóvenes calcinados junto a sus caballos.
viernes, 26 de junio de 2009
Suscribirse a:
Entradas (Atom)